Costa Rica

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Escala en Miami. 4.00h pm

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Llego al aeropuerto de Miami donde me esperan cinco largas horas de escala hasta el siguiente vuelo a San José y, tras seguir la senda de puntos verdes que conducen a la recogida de equipaje, un perro policía hambriento se me acerca inquieto y olisquea una de las bolsas de mi equipaje de mano, donde guardo el jamón, el chorizo, el queso y el pan de molde para hacer los sandwiches que me harían compañía en la larga espera. La mujer que está al otro lado de la correa que rodea el cuello del canino, me pide que la abra y le muestre su contenido. Cuando localiza el fiambre debajo de la bolsa del pan me dice que se lo tengo que dejar, que no lo puedo subir al otro avión. Le pregunto el porqué y me responde cualquier cosa farfullando un inglés que no entiendo mientras guarda el jamón y el chorizo en una bolsa. Total que, «siga el camino de puntos azules y deje allí su equipaje, y luego el de puntos amarillos hasta el skytrain que le llevará a la terminal de embarque».
Tras recorrer largos pasillos con paredes vestidas de grabados y pinturas con las que una galería de Miami cubría la exposición del mes, llego a la puerta de embarque y me siento en el suelo de moqueta azul, abro mi libreta y la poso sobre mis piernas estiradas. Al poco rato, siento como se me aplanan las nalgas y empiezo a sentir el típico hormigueo previo al adormecimiento y la insensibilidad corporal, así que me tumbo de medio lado al estilo La Maja de Goya. Pero con el paso del tiempo mi cuerpo va escurriéndose poco a poco de camino a lograr un mimetismo perfecto con la moqueta. Y dan las 00.00h, hora a la que me suelo acostar al otro lado del charco, y empiezo a pensar en opciones con las que despistar el sueño que se apodera de mi lentamente. Pienso en ver una película en el portátil pero la batería amenaza con no alcanzar hasta el final y seguramente me quedase en medio del desenlace de la historia, así que descarto la idea. Me imagino de repente bailando una coreografía de jazz moderno en mitad del pasillo de la terminal lleno de gente, pero pienso que nadie se percataría de mi presencia y mi gesto. Bailar poseída por una música que sólo suena en mi cabeza y pasar desapercibida es algo que no favorecería a mi autoestima en ese momento, así que lo descarto también.
En momentos de desasosiego pienso en que ya tendría que haber llegado a mi destino de no haber sido por los percances acontecidos en la terminal de Madrid, pero procuro dejar de pensar en ello pues no me sirve para nada más que para conseguir que los minutos duren más que sesenta segundos.
Se me duerme el brazo sobre el que sostengo mi figura cansada y malamente acomodada sobre la moqueta azul y me obliga a cambiar de postura. Decido leer un rato, pero antes de hacerme con el libro lo descarto también. Me encuentro sumergida en una especie de «nada», con la mirada perdida y la mente en blanco mientras pasan los minutos en el reloj digital de números rojos que cuelga de la pared en la entrada de los servicios.

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Costa Rica, con su manto de piel verde profundo, besada a intervalos por un océano y un mar de aguas cálidas, me desgarra por dentro, me convierte en el animal que arde en deseos de hacerse parte de sus selvas y sus palpitantes bosques, llenos de vida y movimiento. «Ilustro» este sentimiento con un archivo de audio grabado en la reserva biológica de Tirimbina, pues en este caso un sonido vale más que mil palabras.

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Senegal

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África negra.
África de gente pobre y caras alegres, niños juguetones y adultos amables, todos ellos bajo la misma condición y el mismo techo de millones de estrellas y blanca luna.
África dulce, como una niña de ojos negros y sedosos cabellos en forma de dunas y llanuras, que en la noche tranquila rompe el silencio con sus danzas y sus cantos tribales.
África explotada años ha por colonizadores y actualmente por los que se creen de un «primer mundo»…Un «primer mundo» que tiene mucho que aprender de la humanidad que los pobladores del «tercer mundo» poseen.
África negra, negros ojos, negras pieles, negros cabellos, blancas sonrisas y negras sombras…
África de olores que turban el sentido y a la vez te guían por las sendas y mercados poblados de colores y aromas.
África bella, me brindaste tus luces y formas, tu calor y tu hospitalidad, durante una quincena del mes de mayo. Allá por el 2010, caminaba por tus aldeas con mi cámara pegada al ojo y a un dedo inquieto, y en ningún momento dejaste de asombrarme con tus paisajes, tus gentes y sus costumbres.
Volveré…

Sáhara

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¿Qué fue a buscar allí? ¿Qué pretendía encontrar entre aquellos océanos de arena que se extendían alrededor del punto de encuentro donde esperaba el transporte? Ni siquiera sabía si finalmente alguien la iría a buscar al sitio acordado, para llevarla al poblado cuyo nombre repetía mentalmente tratando de recordar su pronunciación. Con desgana, limpiaba de arena el objetivo de su cámara cansada, pensando que quizá no había sido el mejor momento para dejar las cosas allá en casa así, a medio hacer, sin saber en realidad qué quería hacer con su vida, hacia dónde orientar el camino, y cuando elevaba la vista se encontraba sumergida en un mar de arenas azafranadas, en medio de un continente donde cada mañana representa un sinfín de incertidumbres; acurrucada al fondo de los horizontes más lejanos, inabarcables, gobernados sólo por los caprichos del viento, allí, en los parajes más remotos donde ella, ay, sin saberlo todavía, se iba a reencontrar con la vida.

Llegó el transporte, y luego ella entró en aquella aldea africana donde tanta gente la recibió con el corazón abierto y dónde se reencontró con la vida, sí, en todo el ancho y alto de la palabra vida. Colgada de su hombro, la cámara fotográfica pareció resucitar, recobrar el pulso y los latidos después de cierto letargo, al reconocer ilusionada la vida (¡vida!) que emanaba a borbotones por cada puerta de cada casa de adobe, en cada tela de color de cada mujer que caminaba, retando a los horizontes de arena. Su cámara renació, sí, sedienta de imágenes, al encontrarse la sonrisa de aquella niña pequeña, que se cobijaba del sol abrasador bajo el alero de una casa semiderruida. Y bajo el alero, satisfecha de sombra, sonreía al sentirse dichosa; sonreía sobre la desnudez de sus pies, y sonreía sobre las necesidades y las incertidumbres, y sobre las carencias sonreía. La niña pequeña y ociosa solicitó la cámara, la sostuvo y sopesó, merodeó sus mecanismos, y luego con determinación la elevó y comenzó a curiosear su mundo viéndolo a través del objetivo: su casa, sus paisajes, sus costumbres y sus gentes, sus amigos, el valor de un abrazo, la gratitud de una sonrisa, la recompensa que supone la más sencilla conversación sincera. Y la cámara y la niña se entregaban al retrato del mundo con una vitalidad tan frenética e insaciable, en tan simbiótica conjunción, que no pudiera decirse donde acababa una y comenzaba la otra. Yo, le dijo la niña, sonriendo, yo de mayor quiero ser como tú. Vida, vida, vida. Muchachos, muchachas, Sáhara, Senegal, incertidumbres y esperanzas. Juegos sobre la tierra quemada. Canciones de niños sobre los tambores de guerra.

Fue allí, en el desierto, donde tantos y tantos niños sueñan con ser mayores y con qué quieren ser de mayor, allí donde parece haber tan poco, adonde ella se fue casi sin nada y donde tantas cosas encontró. Y se vino, sí, sabiendo ya por qué se fue. Llegó con un buen puñado de fotos, una cámara alegre, cansada y agradecida, arena en los zapatos, y los mismos ojos curiosos de cuando niña, de cuando soñaba qué quería ser de mayor.

David Pérez Rego (Cato)

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«¡Corred, corred, que viene el Siroco!» De repente, el revuelo y el alboroto invadían el campamento de Smara. El cielo azul y despejado, tal y como había amanecido, en cuestión de minutos se cubría de un espeso manto de arena amarillenta provocando voces en grito que anunciaban el fenómeno que se avecinaba y la gente corría para guarecerse en sus jaimas. Las luces del crepúsculo filtrándose por la fina y volátil arena del desierto teñían el entorno de un naranja chillón de los que se fijan en la retina hasta el inevitable final. Primero lo observé desde la ventana pero me fue imposible resistir la tentación del saber qué se siente en medio del famoso monstruo que se viste de arena. Viento fuerte pero arena muy fina que no lastima y hasta me permite hacer alguna que otra toma. Duró cosa de hora y media, y los responsables de seguridad de Smara recorrían el campamento para cerciorarse de que todo estaba en orden. Por suerte, esta vez el siroco no dejó víctimas ni destrozos graves a su paso. Final feliz con arena en los bolsillos y un objetivo «crackeante».

Cuba

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Inmediatamente, al salir del aeropuerto, la ropa se adhiere a mi cuerpo como la bolsa a los alimentos después de una fuerte inhalación mecánica para quitarle el aire y envasarla al vacío. La respiración se torna dificultosa y el cansancio que no creía tener después de tantas horas de viaje, me invade de repente. Pero la emoción de llegar al destino tantas veces ansiado lo hace inapreciable. Me subo a un Fiat Lada de camino al centro de la ciudad y, mientras la carbonilla que invade el ambiente de la avenida se filtra por los pelillos de mi nariz, el asfalto transcurre a toda velocidad bajo mis pies a través de un agujero en la vieja y gastada carrocería.

La Habana. Ciudad de la música, las texturas, el color, la alegría, el jolgorio, el mojito, los Chevrolet y los mangos. Terrazas de calles ardientes y habitaciones de hoteles congeladas. Mundo aparte donde nace, crece y habita Silvio Rodríguez, mi querido Silvio. Compañero de viaje desde la más tierna infancia, fruto de la herencia de un padre fanático e insistente.

Tras abrir la ventana de la habitación para dejar que el calor entre y así poder dormir (no, no me equivoqué al escribir), caigo rendida y a la vez me siento inquieta por lo que me espera al día siguiente en el inicio de la aventura tantas veces deseada.

Paseos y más paseos, ron y más ron, música y más música, amigos nuevos y fiestas también…

Cuba, país en el que las gentes queridas y familiares están separadas por distancias cortas y cantidades enormes de dinero. Donde yo soy tú, y aquel y el otro. No importa. No entiende de clases, ni de modas, ni de diferencias sociales…

Donde la afición a las telenovelas no distingue edades, gustos, mentalidades, ni inclinaciones de ningún tipo.

Poco te pude conocer en esta ocasión pero cumpliste con las expectativas de una adicta al sentimiento que en ella provocabas ya desde la distancia espacio-temporal que mi ciudad natal y mi niñez suponían. En ti invertí mi primer sueldo y en ti invertiré el siguiente. Volveré para empaparme una vez más con el amor, la cultura, el calor,  y las buenas vibraciones que envuelven tus calles de pinturas escarchadas y colores danzantes.